En el año 1993 en España aún se dormitaba la resaca de una
exposición universal que había situado en el mapa el sur de la Península y de
un año olímpico que quedó grabado a fuego en los anales de la historia del
deporte como el mayor éxito organizativo hasta la fecha. En medio de un tímido
renacimiento cultural que decaería con la instauración de las nuevas formas de
ocio –la música, en su más amplio concepto, sería la primera afectada, aunque
entonces pocos serían capaces de anticiparlo-, las grandes compañías
discográficas apostaban por llenar el depósito de sus buques insignia y
lanzarlos a la calle, nunca mejor dicho, en giras mastodónticas que recaudaban
parabienes de crítica y caja fuerte sin reparar en medios. Una época excesiva y
despreocupada por el oscuro porvenir que resultaba cuanto menos sospechosa,
sobre todo cuando alguien financiaba y promocionaba un disco con ínfulas de
obra conceptual, ambicioso e irregular, perdido en su propio exceso y críptico
desde la óptica del público mayoritario. Ese mismo que, pese a todo, lo elevó
en su momento a lo más alto de las listas no sólo de su tierra natal sino de
parte del extranjero, con Alemania, Italia, Francia y hasta Finlandia como
piedras de toque insospechadas en la senda iniciada años atrás que ahora se
ampliaba con perspectivas de boyante futuro.
Héroes del Silencio era –es y será, añado- la mayor banda
surgida de Aragón. Cuatro jóvenes que jamás imaginaron lo alto que sus sueños
podrían elevarles que se metieron en el estudio de grabación con apenas unos
esbozos de letras y riffs a medio
enlazar. Phil Manzanera, un inglés cuyo prestigio como guitarrista y parte
importante en la discografía de Roxy Music le hizo merecedor de la confianza de
los maños, los convenció de que ‘Senderos de traición’, su anterior trabajo, reflejaba
con algunos matices la solvencia de un grupo que en directo sencillamente
apabullaba (aún con sus imperfecciones) pero no debería servir como muestra de
un potencial que en aquel momento, con permiso de todo lo que vino después, comenzaba
su irremisible caída libre hacia la autocomplacencia. Esta vez el plan era
diferente: el disco debía ser “tocado” y planificado prácticamente entre cuatro paredes insonorizadas (las míticas instalaciones del Gallery, muy cerca de Londres), y allí mismo las
letras de un Bunbury más metido en su propio mundo que nunca tenían que fluir
en la dirección correcta. O no. Tal vez el problema principal fue ese, la
visión parcialmente agotada de un autor brutal que evolucionaría en la década
siguiente hacia la figura del músico total, una suerte de Mesías rockero deudor
de muchas personalidades y dueño de una propia e intransferible. Pero lo de
menos era entender el mensaje cuando había un trabajo de composición tan
intenso, un esfuerzo tan demoledor como el propio nombre de la banda, que
encabezaba carteles de festivales por media Europa y que sólo volvía a pisar
suelo patrio para encadenar noches triunfales en plazas, pabellones y espacios
abarrotados de un público acrítico y condescendiente con un espectáculo de rock
sólido que empezaba a mirarse el ombligo y olvidaba cualquier atisbo de mesura.
Desde el 14 de junio de aquel año, la maquinaria heroica pasó por encima de
otras con más amplios horizontes (el ‘Sin documentos’ de Los Rodríguez no
competía directamente en público pero sí en ventas, y estuvo mucho tiempo a su
rebufo) e incluso hizo obviar espléndidas propuestas independientes (entre
otros, los imprescindibles Negu Gorriak publicaban uno de sus mejores álbumes,
y El Inquilino Comunista asentaban los cimientos del rock alternativo) al paso
de una colección de temas de difícil hilazón, apenas aireados y finalmente
resueltos a retazos, dejándose arrastrar a un nicho vacío en el que serían los
invitados de por vida. La épica del rock and roll, amigos, a eso es a lo que me
refiero, con todas sus virtudes y defectos.
‘El espíritu del vino’ venía envuelto en el culto báquico
que su portada proclamaba, con una imagen de la calle Alfonso I de Zaragoza
tomada a través del vidrio de una botella, y así se publicitó en una tirada de
limitadísima edición que incluía incluso un envase relleno de un líquido con
sabor a rayos y centellas a modo de (frustrada) maniobra promocional. La otra
degustación, la auditiva, incluía algunas de las cumbres del cuarteto –no
podemos olvidar al “quinto héroe”, el eficaz guitarrista azteca Alan Boguslavsky, jamás incorporado como miembro oficial de la banda pese a que tocó
en los más de 130 conciertos de aquella gira y en otros tantos de la siguiente
y ninguneado en la última reunión de 2007-, temas compuestos entre el
nomadismo de la época y las brumas del éxtasis como ‘La sirena varada’, ‘La herida’, ‘Bendecida’ o ‘Flor de loto’, sin duda un clásico al que sólo faltó
incorporar una línea de sitar para hacer más evidentes las influencias
hinduistas. Sin embargo, si por algo es recordado el álbum es por incluir
varias de esas instantáneas de hard rock
de largos desarrollos instrumentales, en los que la guitarra omnipresente de
Juan Valdivia se impone a la base rítmica de Joaquín Cardiel al bajo y Pedro
Andreu a la batería. Hablamos de ‘Sangre hirviendo’, bordeando el metal más
agresivo, o de la significativa ‘El camino del exceso’, bases del nuevo y
fortificado muro de sonido. Eso sí, ese audio duplicado y el particular eco que
se respira al escuchar algunos acordes, además de ser mérito del productor, no
habrían sido posibles sin la ayuda del citado mexicano, un músico tan discreto
como imprescindible en el desarrollo de las dieciséis muestras de poderío de un
vinilo doble cuyo formato original se ha preservado en la presente reedición, finalmente aliñada con un making off sobre los avatares de la grabación y promoción, hasta ahora inédito, y el mini set acústico que realizaron tres años después para la hoy infame MTV latina con cinco temas, la parte menos atractiva del lanzamiento por lo poco relevante de su aportación. Nada que no se pueda encontrar y/o descargar en la red sin demasiados problemas, de hecho al final de este post enlazo las imágenes que ilustran estas líneas.
Con un trabajo de tales dimensiones, salpicado además de
menciones literarias (William Blake de forma explícita en ‘Los placeres de la pobreza’), las reivindicaciones fueron varias y gritadas en voz alta, y sólo
hay que escuchar himnos como ‘La apariencia no es sincera’, ‘Culpable’ (con el
motor de las drogas como alimento creativo latente en fondo y forma) o
‘Tesoro’, una de las mejores canciones escritas por el grupo, para ser
conscientes de que el final de sus días de gloria no estaría demasiado lejano.
Al final de un minutaje tan generoso como todo el proceso creativo, ‘La alacena’ acerca un falso remanso con el piano de Copi, posterior mano derecha
de Bunbury en su primera etapa en solitario, y pone el reprise necesario para juzgar con ojos este monumento a la
anarquía, una granítica labor que a punto estuvo de ensanchar para siempre las
diferencias entre los miembros del grupo, que sin embargo sobrevivieron todavía
a otro intento frustrado de igualar los hallazgos del disco que nos ocupa en el
irregular ‘Avalancha’. Aunque a muchos aún nos queda la duda sobre cuál de los
dos es mejor, o mejor dicho, cuál nos gusta más. Al escucharlo hoy, el doble
vinilo no ha aumentado en grandeza pero tampoco ha menguado en frescura, lo
cual ya es decir mucho. Con él, sus responsables alcanzaron la gloria y bajaron
al infierno en el mismo viaje, y nos lo contaron de la mejor forma posible.
Sean fans o detractores, recuerden que sólo se trataba de “ir más allá de lo permitido, por los fluidos que recorren el cuerpo”.
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