Curioso: en los carteles que anunciaban uno de los grandes
conciertos de esta edición del Festival de la Guitarra solo aparecía un rostro
sobre los dos nombres que lo protagonizarían. El otro, bien por (intencionado)
olvido o por mera obviedad mercantilista, ni siquiera brindaba la oportunidad
de ponerle cara a quienes apenas tenían unas nociones básicas de su existencia.
Una canción y una letra por encima de modas y estilismos viene a la cabeza en
momentos así: “Pero oiga, ¿es que no lo
ve? ¿No sabe que no puede ser feo?” (premio al que abra este enlace y
descubra –o recuerde- a los autores de tan universal himno). Claro que antes
habría que establecer las diferencias, tan subjetivas como la vida misma, entre
lo estéticamente exportable y lo artísticamente prescindible. Sintagmas que,
como se podrá comprobar a poco que pulsemos cualquier presintonía o agarremos
el mando a distancia, van de la mano con más frecuencia de la deseable. Para
concluir la necesaria introducción, se puede constatar y se constata que si el
discípulo es más guapo que el maestro (lo de más sabio ya no le importa a nadie,
y lo de más joven se le supone), a éste no le quedará más remedio que cederle
el puesto en el estrado para que la clase trascienda fuera de las aulas y el
roce del éxito abrillante una labor habitualmente carente de reconocimiento
alguno entre el resto del alumnado.
De catedráticos y pupilos que luchan con ahínco por
incorporar algún sobresaliente a su expediente va la historia. El guapo (¿?)
del cartel era, en este caso, el destacado señor José Miguel Conejo, Leiva para
amigos, familiares y fans; y el docto ponente que prefiere seguir haciendo el
trabajo sucio y enriquecerse por dentro para dejar que otros se enriquezcan por
fuera, el ilustrísimo señor José Ignacio García Lapido. Si hay alguien leyendo
esto que entienda de jerarquías, entenderá que en casos como este el orden de
los factores sí puede alterar el producto. Ay, la modernidad, ese oscuro objeto
del deseo, tantas veces confundido con la frescura… En fin, al grano, que de
florituras también está la red llena y aquí tampoco hay tiempo para filosofar.
Lapido siempre es de fiar. Lo que hace, que es lo que ha
hecho siempre, te podrá parecer más o menos nuevo, alto o bajo en emoción,
mayor o menor en alcance, pero puedes confiar en su trabajo sea cual sea el
lugar y la circunstancia. Hace ya algún tiempo que anda presentando su nueva
ración de poesías musicadas, esas ‘Formas de matar el tiempo’ tan estimulantes
y estudiadas, pero nunca sabes si le has dado todas las vueltas posibles a sus
letras, a estas y las de toda su tremenda discografía anterior, como creador en
solitario o como parte activa y fundamental de 091, una banda imprescindible
que él mismo fundó cuando en su Granada natal se empezaban a preguntar entre
otras muchas cosas quiénes eran y qué habían hecho los Clash en el Reino Unido.
El sonido y el entorno invitaban al redescubrimiento, solo que la atención
debía ser máxima ante lo rácano del ofrecimiento: los recortes llegan para
todos, incluso para los que han nutrido una parte fundamental de tu discoteca.
Una banda a pleno rendimiento, con un Víctor Sánchez a la guitarra que luce el
título de profesor emérito con orgullo y gallardía, un Raúl Bernal que completa
la primera línea con unas teclas de muchos más colores que el blanco y negro
(estos dos monstruos están a punto de abrir una escuela de música en su ciudad,
y atención al nombre, todo un homenaje a los Ramones: ‘Gabba hey’), un Paco
Solana discreto e infalible al bajo y el clasicismo de la batería de Popi
González, poco menos que una leyenda del pop granadino, garantizan mil y un
paisajes diferentes cada vez que suenan ‘La antesala del dolor’, ‘Algo falla’,
‘Cuando el ángel decida volver’, ‘Lo creas o no’ o las remozadas ‘El más allá’,
‘En el ángulo muerto’ o ‘Luz de ciudades en llamas’. Esto, le pese a quien le
pese, es una cuestión de clase. De tablas, para abreviar.
Porque no es fácil afrontar con la cabeza alta y los dedos
bien asentados sobre el mástil las andanadas de las fans fatales que ya se
impacientaban ante la demora en salir a escena de su admirado rockero –como si
el que estuviera ante ellas fuera un familiar lejano o un advenedizo sin más- y
atacar sólidas melodías como las de ‘Muy lejos de aquí’, ‘Cuando por fin’, ‘Laciudad que nunca existió’ y ‘No hay vuelta atrás’, la hornada más reciente pero
no más elaborada, porque para cuando entonó ‘La hora de los lamentos’ ya
coincidía con la de nuestro regocijo y había superado con creces las
expectativas sobre qué parte del legado de 091 recuperaría ralentizando y
acelerando a placer el tempo de ‘La noche que la luna salió tarde’ y
reafirmando la base de ‘Zapatos de piel de caimán’, sendos y fugaces momentos
de mayor gloria de aquellos que aún no han creido oportuno, y no será porque no
han tenido ocasión, aproximarse más seriamente a la discografía del creador de
la práctica totalidad de las canciones que les arrastran a cada uno de sus
conciertos. Con reservas pero con orgullo, tocar ‘Espejismo nº 8’, un tema que
apenas apareció como cara B en uno de los singles
–qué mágica suena esa palabra hoy- de su antiguo grupo, es una señal de que
poco o nada te importa vivir en la era de la inmediatez, los smartphones y los mensajes que
engrandecen lo que en directo apenas parece interesar. Lapido es un grandioso
escritor de canciones, nada más y nada menos, y un tipo que vive su oficio a
tiempo completo, haciendo oídos sordos a cualquier otra cosa que pueda
contaminar su labor. Si eso es una virtud o un problema, doctores tiene la
iglesia para juzgarlo. No era fácil lidiar en una plaza ganada de antemano por
el diestro que te relevará en el ruedo, pero el pundonor y la templanza siempre
son armas que al menos te pueden igualar en el duelo. Que tampoco se trata de
pelear, no nos confundamos.
Ética y estética, por muy trillada que suene la dicotomía,
son dos conceptos cada vez menos antagónicos. Leiva, un músico honesto pero
también extremadamente afortunado, los sabe conjugar a su estilo sin que se
noten demasiado los debes que tuvo que dejar por el camino. Sus haberes son
bastantes y de diversas características: una promoción brutal, el orgullo de
haber pertenecido a una banda popular (con todo lo que ello le ha podido
perjudicar) y unos acompañantes de indudable valía que le hacen casi todo el
trabajo sin aparente esfuerzo. Hay que tener algo, sí, y ahí es donde entrarían
en juego los dos términos apuntados al principio del párrafo. Él se muestra
respetuoso con sus mayores y dedica palabras de alabanza a quien le precedió,
faltaría más, e incluso parece abrumado por el exceso de atención que su
trabajo despierta, y no solo entre las gritonas adolescentes que lo siguen
confundiendo con Pereza (les responde con las esperadas concesiones de ‘Lady Madrid’, ‘Animales’ y ‘Como lo tienes tú’). Quienes se cebaron con él cuando se
enteraron de que telonearía a los Rolling Stones en Madrid tal vez confundieron
la velocidad con el tocino y sacaron de un contexto ya ambiguo de por sí unaspalabras que intentaron volver en contra del propio autor. Se sobrepuso y cumplió
en una cita peligrosa de forma más que aceptable, y sigue defendiendo un par de
discos muy aseados en los que cree a pies juntillas. Del último sonaron ‘Los cantantes’, el titular ‘Pólvora’, ‘Palomas’, ‘Afuera en la ciudad’ y
unas convincentes ‘Mirada perdida’, ‘Vértigo’, ‘Ciencia ficción’ y ‘Mi mejor versión’, un tema confesional que aumenta la impresión de que el chaval
escuálido y tocado con un sempiterno sombrero que intenta estar por encima del
bien y del mal cuando lee o escucha algo sobre su trabajo al menos sabe
trabajarse las canciones, lo cual ya es mucho.
Ya quedó dicho. Es mucho más fácil salir airoso de cualquier
envite con una banda de expertísimos compinches como la que arropa a Leiva. Ahí
están César Pop, un teclista del que se podrían escribir capítulos enteros;
José “Niño” Bruno, batería de referencia en el rock hispano; Manolo Mejías, el
bajista que muchos aprendices quisieran como padrino; Luis Miguel Romero, ex
percusionista de El Huracán Ambulante y una de las manos derechas de Bunbury durante ocho largos años; la pequeña ayuda de la familia, en este caso la
guitarra de Juancho, a quien se le da mucho mejor acompañar a su hermano que
liderar a Sidecars, unos Pereza en formato pequeño que intentan seguir unos
pasos demasiado evidentes; y los vientos de sus fieles Tuli y Gato Charro, la
pátina necesaria de “americanidad” para un sonido que en estudio resulta
innecesariamente brillante y en directo abusa de tics, poses y “buenrollismo”
para fans entregados (cambiemos el género para generalizar un poco) que
aprecian menos algunas joyas de su reciente trayectoria como ‘Windsor’ que el
pop musculado de ‘Eme’ o ‘Terriblemente cruel’, continuistas piezas de corto
recorrido pero agradecidos resultados. Hasta llegar a ese tramo final pudimos
subirnos a otro veloz tren de los recuerdos con ‘Superhermanas’ y reconocer la
firmeza de temas actuales como ‘Miedo’, ‘Éxtasis’, ‘Nunca nadie’ o un gran
‘Volvamos a intentarlo’. Pero la sorpresa llega envuelta en la guitarra
española que envuelve ‘Vis a vis’, unas estrofas que hacen pensar que
Leiva, hoy por hoy, es mucho más que unos pantalones de pitillo, una barba de
dos semanas y una voz blanda para esto del rock.
Los que creemos que a gente que ha grabado algunas
canciones, aunque no sean muchas, que han conseguido emocionarte en algún
momento hay que concederles siempre el beneficio de la duda nos sentimos
siempre en deuda con artistas como este. El problema es que esta noche tenía
una durísima competencia, y aún no sabemos si la superó por sus propios poderes
o por factores externos que escapan a nuestro (y casi al suyo) control. Complicada disyuntiva.
LAPIDO
LEIVA
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Texto: JJ Stone
Fotografías: Raisa McCartney
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