Tener una guitarra siempre a mano, disponer de la capacidad
de escribir canciones y saber rodearse de los amigos adecuados. Si se cumplen
estos tres presupuestos básicos, lo de grabar un disco tarde o temprano tiene
que llegar. Aunque ya lo intentaras antes de forma grupal y ahora busques el
consenso de la individualidad, el prurito está ahí, en continuo latir, y solo
hay que dejarse llevar al momento justo para dejarlo salir.
La historia de David Little, músico malagueño de ascendencia
norteamericana, es la de cualquier otra mente inquieta que pugna por centrar su
burbujeante creatividad. Tras haber dado algún que otro paso en falso y llamar
a varias puertas constantemente cerradas con su anterior proyecto V de Vodka,
se decidió a reunir a algunos de los grandes nombres de la escena costasoleña
(Antonio Carlos Miñán como batería, Yohany Suárez como bajista, Miguel Bau a la
guitarra y Darío José Pereiro a los violines, entre algunos otros) y guisarse para
después comerse estas ‘Canciones para matar a la luna’, que como se puede
comprobar tras varias escuchas, tienen más de ladrido que de mordida. Y no es
que la cosa se quede en las habituales buenas intenciones –aquí hay mucho más
que eso-, sino que en variadas ocasiones a lo largo de los nueve temas uno está
tentado de hacerse la fatídica pregunta sobre qué habría sido de ellos si
hubieran caído en otras manos o sido trabajadas de otra forma. Cuestiones sin
respuesta pero con amplio disfrute en tanto transcurre la duda.
En el bagaje de Little se descubren varias sombras, no todas
asimiladas con igual calado. La de Extremoduro es una de las más evidentes,
pero también las de Deep Purple o Pink Floyd, con lo cual la aparente
indefinición se resume en una fina línea que aúna el rock de autor con el folk,
las huellas perdidas del sonido de Al Andalus con el blues más comprensible (en
‘A un bala perdida’ demuestra conocimiento del palo), todo en continua ebullición
y cosido con letras íntimas que hablan de sentimientos, eso tan sencillo y a la
vez difícil de explicar, y que llegan a emocionar puntualmente, como en ‘El
hombre que mató a la luna’, una de las varias muestras de que su anglofilia
musical es fácilmente asimilable con sus querencias autóctonas, comprobadas en ‘Debo
de ser (un hombre realizado)’, donde hace gala de una gran agilidad para el
rock urbano, y en otras composiciones en la misma senda (óigase ‘Loco’). Entre
alguna que otra obviedad como ‘Sortilegio’, la balada con violín de rigor, se
erigen potentes canciones como ‘Sin brújula/Sin reloj’, con la electricidad
bien encauzada, y ‘Bruja’, un escorzo de jazz suave y emocionante que evidencia
las incontables horas y discos que el autor atesora en su currículo.
Después de tres años y varios viajes entre Málaga y Granada
para hacer realidad este pequeño sueño discográfico, lo único que deseamos los
que sabemos (o eso dicen) detectar un talento en toda regla es que este disco
solo sea un intento, un boceto, un primer paso decidido hacia una carrera de
largo recorrido y mucho mejores resultados. No está mal para empezar, no
obstante.
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