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jueves, abril 18, 2019

Este mono se ha ido al cielo: 30 años de Doolittle

La obra capital de los Pixies y probablemente último disco realmente trascendente del rock cumplía ayer 30 años, convirtiéndonos a todos los que crecimos con él en un poco más viejos. Veamos si su vigencia sigue tan intacta como siempre...


Como dice el periodista Carlos Pérez de Ziriza en su último libro, No Olvides Las Canciones Que Te Salvaron La Vida, "Debaser es lo más parecido que he conocido nunca al experimento del perro de Pavlov aplicado a la música de mi entorno. Igual daba que sonase en un garito nocturno, en una discoteca o en alguno de los muchos recintos que se han pateado desde su vuelta a los escenarioss en 2004; era irrumpir los primeros acordes de cualquiera de sus clásicos y comenzar a hervirnos la sangre a quienes nos educamos musicalmente con su inquietante pero hipnótica presencia. Y Debaser siempre se lleva la palma". 

Efectivamente, no somos pocos aquellos para los que Doolittle, el segundo disco largo de The Pixies, constituye una parte esencial de nuestra educación musical. Es uno de esos hitos que uno se siente especialmente orgulloso de haber vivido cuando tocaban. Especialmente en este caso, que podemos equiparar a haber llegado a tiempo a coger el último tren de la era rock. Porque efectivamente, este trabajo establece una clara barrera entre sí y todo lo que vendría después, empezando por Nirvana y el grunge, que rentabilizarían de manera descarnada sus logros.

La trascendencia es un concepto generalmente usado a la ligera, pero en este caso podemos decir que la carga de profundidad que contienen los surcos del disco del mono en la portada es equivalente a la que han aportado cualquiera de los grandes popes de la música rock. Fueron los últimos en lanzar al aire un alarido primario y adolescente, en causarnos a todos esa sensación de peligro, de estar ante lo profano que albergaba el rock primigenio; en significar una evolución clara respecto de todo lo que había antes de ellos. Éste, el mejor de todos sus discos con el permiso del primero, Surfer Rosa, es con bastante probabilidad el último disco realmente trascendente del rock tal como fue inventado. A partir de aquí, todo han sido vueltas sobre lo mismo.

Por eso haberlo vivido en su momento es algo que, cuando la vida de uno es un 80% música, guarda en su corazón -usado a modo de caja fuerte- entre los activos más preciados. Aquellos que dan significado a una existencia que sin duda sería mucho más gris sin ellos. Y eso que debo reconocer que yo no escuché Doolittle el mismo año de su edición. Mi oído no estaba en absoluto preparado. Hacía poco que había dejado de escuchar música heavy y mi transición al pop se basaba en grupos y artistas multiventas: Dire Straits, Bruce Springsteen, U2, como mucho The Cure y The Smiths...

Esto era otra cosa. Recuerdo haber escuchado algo de manos de algún compañero de colegio, pero me parecieron gritos y ruido. Tuvieron que pasar dos años, con la edición de Trompe Le Monde, su último disco antes de separarse, hasta que mi compañero de clase Luis (Torregrosa, actual batería de la fantástica banda de jazz Naima) me pasara toda su discografía y así descubriera el que se convertiría en uno de mis mejores amigos de por vida. Ahora sí que estaba preparado para recibir esos golpes de bajo de Kim Deal que unidos a la guitarra asesina de Joey Santiago y la entrada de la batería de David Lovering con la voz berreante (como si degollaran a un cerdo en un matadero) de Black Francis, que constituían uno de los comienzos de disco más apabullantes jamás compuestos. Era  como si un huracán inmisericorde de repente te azotara la cara, como si un veneno ancestral se introdujera en tus oídos para hacerte viajar a un lugar de no retorno.

Cuando uno descubría Doolittle pasaba automáticamente al club de los elegidos, los que molaban. Los que sabían lo que había antes de Nirvana. No éramos cualquiera, escuchábamos La Conjura De Las Danzas (programa pilotado por Jorge Albi en las ondas valencianas), leíamos prensa musical, El Ruta o RDL, íbamos a conciertos a garitos de mala muerte. Suena fatal y sobradísimo, pero los Pixies significaban la puerta de entrada a un mundo especial que te distanciaba de la masa gris. Eso era muy importante a los 16 años y eso mismo me pasó a mi.

The Pixies eran tan especiales porque eran la mezcla de muchas cosas. Una pandilla muy rara de chavales de una ciudad tan pija como Boston, que al margen de Jonathan Richman y sus Modern Lovers jamás había sido cuna de ningún movimiento pop ni de grandes hitos en ese sentido. Fue el fruto del encuentro de dos universitarios, una muchacha casada que respondió a un anuncio y un ingeniero fabricante de láser y fan de Rush que era amigo de su marido. Las influencias de la banda eran tan variopintas como casar a Hüsker Dü con Peter, Paul & Mary (o eso era lo que citaban en el anuncio que resultó en el fichaje de Kim Deal) y sus pintas eran lo más lejano posible a las de cualquier estrella rock al uso.

Eran rompedores. Un nuevo concepto que sí, tenía algo que ver con la música rock que de modo independiente se hacía en UK o en su país y que triunfaba en emisoras universitarias, pero que no temía revisar conceptos más pretéritos de rock and roll, surf o pop, con ejecución bastante virtuosa de por medio y unos resultados a todas luces diferentes de todo lo que se hacía a su alrededor. Eran tan ruidosos y acelerados como los punks, tan melódicos como los Beach Boys, tan surrealistas como Buñuel.

Tras el impacto causado en la crítica (no tanto en el público) de dos artefactos tan sorprendentes como el mini-lp Come On Pilgrim (1987) y su primer largo, Surfer Rosa (1988), llegó el momento de rematar la faena a través de unas canciones que Black Francis, cantante y segundo guitarrista de la banda, iba escribiendo sobre suicidios colectivos, perros andaluces y diablos. Las fueron maquetando a lo largo de una gira europea que junto a sus amigos Throwing Muses les trajo por primera vez al viejo continente en los estertores del año 88 del siglo pasado. La cassette resultante se tituló Whore (puta) en un primer momento, pero llegados a efectuar la grabación con el productor sugerido por su compañía, 4AD, el inglés Gil Norton, el concepto se hizo algo menos abrupto.

Las sesiones de grabación, que duraron algo más de un mes en diversas localizaciones, no estuvieron exentas de problemas, básicamente por la pugna entre la visión eminentemente punk de su autor a cerca de las canciones y la impronta más comercial que intentaba darles Norton. Esto al final sería probadamente beneficioso para la trascendencia del álbum, pero frustró mucho a Francis a la larga y se unió al cúmulo de problemas y tensiones que azotaron a la banda desde sus inicios.

No obstante, el disco, bajo el título Doolittle, en referencia a la letra de Mr Grieves, una de sus canciones y con una fantástica portada a cargo del fotógrafo Simon Larbalestier y el diseñador Vaughn Oliver que representaba nada menos que a un mono con un halo, apareció en las tiendas británicas el 17 de abril de 1989 y en las estadounidenses el 18 del mismo mes, hace exactamente ahora 30 años, para recibir el aplauso prácticamente unánime de la crítica y, aunque prácticamente no apareció en las listas americanas, también del público del Reino Unido, que lo aupó al número 8 de las listas oficiales.

Este empujón de relativo éxito sin duda fue el que hizo que en países como España comenzara a escucharse a una banda que poco a poco comenzó a estar en boca de todos. Su sonido, al fin y al cabo, era nuevo, excitante y recordaba mucho a una efervescencia punk de la que hacía demasiado tiempo que la juventud no oía hablar. Además, el disco vino avalado por dos singles infalibles: la extrañamente fascinante Monkey Gone To Heaven y la directamente pop (una de las canciones pop más perfectas jamás escritas) Here Comes Your Man. Ambas comenzaron a escucharse en emisoras de radio e incluso en algunas discotecas, pinchadas por avispados dj's.

El contenido del disco es, sencillamente, monumental: tras un comienzo tan huracanado como Debaser, quizá la canción que más reconocimiento ha obtenido de las alumbradas por la banda, jamás baja el listón. Llegan la brutal Tame, la surfera Wave Of Mutilation, ladridos de mariachi loco como Crackity Jones, barbaridades de melodía pura como Hey o ejercicios de country alucinado como Silver (compuesta a medias por Francis y Deal), todo servía para confeccionar uno de las listas de canciones más sobresalientes de la historia del pop, del rock o de como se quiera definir esto, que realmente no acaba de encuadrar en ninguno de los dos conceptos.


Lo que sí es cierto es que proporciona un rato de felicidad morbosa que pasa tan rápido que uno quiere más y más. Es un disco profundamente adictivo, obsesivo hasta caer en la extenuación. Durante mucho tiempo ocupó mis horas, mi estudio. Cogí una guitarra, intenté hacer lo mismo. No me salía, pero salió otra cosa. Adelante, siempre adeante. Esa es la principal virtud de discos como éste, de vivirlos de primera mano. Enseñaban a mirar hacia adelante. A crear sin complejos.

Eso mismo creo que le pasó a un buen número de mis compañeros de generación. Como Ziriza, como tantos otros a los que estas canciones quizá  no nos salvaron la vida, pero sí que nos enseñaron a vivirla de una forma más acorde con nuestra visión de las cosas. Hoy con cuarenta y pico años escucho el disco y la sensación, es obviamente, diferente. Lejos de hacerme mirar para delante me retrotrae, inevitablemente, a otros años, pero no teman, no es algo nostálgico, es simplemente la constatación de que el reloj, de algún modo se paró ahí. Hubo un antes y un después que ha sido muy difícil, diría imposible, de emular con posterioridad. Yo lo viví en su momento y por eso es agradable poder viajar a esos tiempos a través de su escucha, constando, por supuesto, lo inmensamente genial que continúa siendo. Ni sus canciones, ni su sonido, ni su actitud, se han cubierto de polvo. Por algo será. 

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