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lunes, julio 08, 2019

Molly Burch + Anouck. Loco Club (València). 05/07/2019

A modo de aperitivo de su paso por el Vida Festival, la californiana afincada en Austin Molly Burch dio en València, ante un público predominantemente joven (para variar), una muestra de elegancia y sofisticación pop que dejó con ganas de más. 


Han proliferado en los últimos años un número de cantautoras que envestidas de poder femenino campan a sus anchas por un panorama musical cada vez más rendido al hecho de que ahora es el momento de las mujeres. Courney Barnett, Angel Olsen, Soccer Mommy, Frankie Cosmos, Cate Le Bon, Stella Donnelly, Cherry Glazerr, Snail Mail, Waxahatchee, Marika Hackman o Caroline Rose son ejemplos de un modelo de artista que entre efluvios psicodélicos y reivindicaciones del shoegazing noventero está renovando el espectro de esa constante revisión de ombligo en que se ha convertido la música pop, aportando sangre fresca autorizada para comunicarse directamente con unas nuevas generaciones que ya no entienden de lenguajes únicos, de tribus urbanas, ni de cosas que los viejunos del lugar considerábamos sacrosantas. 

De entre todas estas nuevas cantautoras, destaca en nuestra opinión Molly Burch. Nacida en Hollywood de familia musical y acomodada y ahora mismo afincada en Austin (Texas), en primer lugar por una voz absolutamente reconocible, tan aterciopelada como imponente. Y en segundo lugar, por contar con dos álbumes repletos de canciones memorables, cuya principal cualidad es saber traer al presente una tradición pop basada fundamentalmente en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, sin que ello suponga necesariamente un fracasado intento más de emular el pasado o un simple ejercicio de revival. 

En el marco de su gira por España para presentar su último y celebrado largo, First Flower (Captured Tracks, 2018) y de forma previa al gran colofón en el Vida Festival de Vilanova i La Geltru, esta especie de cruce entre Françoise Hardy y Richard Hawley de aspecto etéreo se presentaba en el Loco Club de la ciudad de València para desplegar un estilo que cinceló a base de estudios universitarios de interpretación jazz vocal y de atreverse a traspasar las variadas y eruditas influencias que amasó cuando vivía en casa de sus padres, a unas canciones de desamor irresistibles. 

De la mano de otras dos promotoras más veteranas como son Alta Tensión y Tranquilo Música, la tercera en discordia en esta ocasión para traer a la artista en cuestión era Cero En Conducta, un joven colectivo de universitarios que se dedica en la ciudad del Turia a organizar fiestas relacionadas con la música en cuantos espacios se lo permiten. En esta ocasión, lo que en otro momento hubiera sido un concierto de artista extranjero más de un club acostumbrado a ese formato contaba además con una banda telonera y sesión dj posterior, a modo de evento, tal como ellos suelen organizarlo. Ello hacía que el público presente, al contrario que en la mayoría de ocasiones que este que suscribe acude a este mismo espacio a presenciar conciertos, fuera en su mayoría bastante más joven de lo acostumbrado, lo cual es siempre cuestión a celebrar.

Así pues, los encargados de abrir la noche fueron Anouck, agrupación baja de edad que pese a su más que evidente falta de rodaje (y afinación) demostraron, entre versión y versión de tonadas algo evidentes, que las canciones de la líder del proyecto, que próximamente prometió publicar en plataformas de streaming, guardan cualidades por pulir que pueden convertir a su autora en alguien  a quien tener en cuenta, merced a una voz sobresaliente y una actitud cuyo amateurismo no supo ocultar el carisma necesario para hacer de todo este material de iniciación algo interesante.


Tras ellos y sin hacerse esperar ni dos minutos, apareció la rubia californiana rodeada de su séquito de músicos varones (la verdad, me encantaría que por una vez alguna de estas singer-songwriters se arropara sólo de compañeras de género, sería toda una grata novedad) para sin más dilación comenzar a dar repaso a las canciones de sus dos discos. Candy, Wild, Dangerous Place o First Flower, todas ellas del disco titulado como esta última, se combinaron con las de su primer ofrecimiento, un Please Be Mine celebrado sobre todo por esa recuperación del sonido Spector, de algunos de los cantantes de Nashville de los 60 o de los teen idols, que casa a la perfección con esa personalidad intransferible que Molly sabe imprimir a todo, como bien se desprendía del escenario.


Además, como no suele ser tan habitual, cuenta con una banda implicada, envuelta en su sonido y con un virtuosismo siempre a su servicio que aporta mil matices a lo que hace. Ella sólo necesita abrir la boca, cantar con ese vozarrón profundo y sedoso, mantener una actitud etérea y algo distante y dejar que ocurra lo que tiene que ocurrir: que uno se derrite literalmente (y no por el calor de julio en Levante) con unas canciones como la maravillosa Only One, que presentó en primicia por formar parte de un nuevo single de baladas que podría comprarse en bonito vinilo y en primicia -sale oficialmente en agosto- tras el concierto. 

Eso sí, tras más o menos una hora escasa de concierto impecable, la banda decidió que era hora de cerrar el quiosco y sólo salieron a decir adiós ante los aplausos el espectacular guitarrista de la banda y una Molly que nos brindaron una rendición desnuda y descarnada de I Love You Still, la preciosa balada que cerraba su primer álbum y que dio magnífico carpetazo a un concierto breve, pero que sin duda desplegó todo lo (mucho) que tiene que ofrecer alguien tan elegantemente dotado para hacer de la tradición algo contemporáneo y deleitar al público con un espectáculo delicado e intenso que sí, supo a poco, pero eso sucede siempre que lo bueno, por bueno, nos deja con ganas de más. La cosa está en no ser glotón y disfrutar de lo inapelable. Y esto, amigos, decididamente lo fue.


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