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sábado, septiembre 14, 2019

Sleater Kinney: el poder de la reinvención.

Si hay una banda en la historia del rock que representa fielmente eso que llaman poder femenino es Sleater Kinney, la banda ideada a principios de los noventa del siglo pasado por dos jóvenes enamoradas en Olympia (Washington), nunca ha dejado de lado la perspectiva de género, ni su compromiso con la idea de hacer la música más honesta posible. Volvieron en 2015 tras una separación de 9 años y ahora se reinventan con un disco producido por Annie Clark (St. Vincent). Tanto, que de trío se han convertido a la fuerza en dúo. Repasamos aquí la historia de la que el prestigioso Greil Marcus dijo que era "la mejor banda de rock de los EEUU".



Ya lo decían en Entertain (de The Woods, 2005): "Así que quieres que te entretengan?, busca en otro lado, por favor". Sleater Kinney siempre lo han tenido claro: su compromiso es absoluto. Tanto con su género, por el que han acuñado una de las más nutridas colecciones de alegatos a favor del empoderamiento femenino, demostrando con su carrera que no hay hombre que pueda hacer sombra a una mujer cabreada con una guitarra en sus manos, así como también el compromiso que han mostrado siempre con su música. Una música que ha ido evolucionando con los años a través del riot punk -heredero de bandas como Bikini Kill- que exhibían al principio, hasta el esmerado tránsito al pop electrónico que ha supuesto The Center Won't Hold, disco lanzado hace algunos días y que ha sido producido por St. Vincent, alias de la compositoria, guitarrista y productora Annie Clark, el cual supone una evolución tan radical, que han tenido que dejar por el camino una de las tres patas de la silla: la inimitable (tal como la han llamado siempre sus compañeras) Janet Weiss, batería de la banda desde 1997, que abandona el barco por diferencias musicales. Las dos restantes lo toman como un daño colateral y miran hacia el futuro esperanzadas. Y es que la vida jamás se lo ha puesto fácil. No hay más que descubrir su apasionante historia.

A modo de apunte personal: corría el año 2006 y yo era un tipo de 32 años curioseando en uno de los, por aquél entonces, pocos grandes festivales de mi país con una envergadura adecuada como para poder ver a alguno de tus grandes tótems y a la vez descubrir un buen montón de música nueva. La verdad es que de ellas sólo conocía su portentoso One Beat (Sub-Pop, 2002), aunque sabía que acababan de editar otro disco producido por Dave Fridman, The Woods, que estaba cosechando buenísimas críticas. Eran de lo que más me llamaba la atención de aquél cartel en ya la sexta edición del Primavera Sound, pero nada hacía presagiar aquello que contemplamos atónitos mi amigo David y yo: tres mujeres machacando sin piedad a sus instrumentos y a su audiencia, gritando, reclamando su poder por derecho, su hegemonía absoluta. Se convirtieron, automáticamente, en una de mis bandas favoritas.

La habitual ironía del destino hizo que ese mismo año anunciaran su separación. Pero no obstante, la orfandad que aquello me causó "sólo" duraría nueve años: en 2015 anunciaban que volvían. Disco y gira. Ni corto ni perezoso convencí a mi pareja, a la que por cierto no le gustaban nada, para irnos a verlas al Paradiso de Amsterdam. Aquél concierto fue tan demoledor, tan impresionante, que cuando salíamos de allí Inés me dijo que quería que de mayor nuestra hija Lola fuera una Sleater-Kinney.


Corin Tucker y Carrie Brownstein se conocieron en Olympia (Washington, EEUU), donde ambas iban a la universidad, cerquita de un Seattle muy de moda en aquél principio de los años noventa del pasado siglo. Corin, de Oregon, tenía 20 años y un poderoso grupo, Heavens To Betsy, que empezaba a tener cierta repercusión en la zona. Carrie, de Washington, tenía 18 y tocaba la guitarra de manera muy solvente en Excuse 17. Ambas bandas coincidían bastante en giras y conciertos y ellas, que descubrieron un alma gemela la una en la otra, acabaron enrollándose. Su relación sobrevivió a la defunción de sus bandas y ambas alquilaron un pisito en Lacey, ciudad-dormitorio de Olympia, no muy lejos de Sleater Kinney Road, calle que desembocaba en la autopista interestatal 5.

Así llamaron (quitando el "road") al proyecto que pensaron juntas Corin y Carrie: una banda que inspirada en la filosofía DIY, el punk-rock de acento femenino descubierto en bandas como las Bikini Kill de Kathleen Hanna y en general, todo el pop independiente que sonaba en las college radios, iba a ser el vehículo de expresión para dos compositoras, cantantes y guitarristas inigualables, con una profunda conexión mental y espiritual entre ellas y con una visión propia e intransferible del poder de las guitarras, la feminidad y las canciones.

Ya desde su primer trabajo, el trío, que completa la baterista australiana Lora McFarlane, da muestras de estar en la senda correcta. Aunque producto de su tiempo y deudor de artistas como Sonic Youth o las citadas Bikini Kill, el talento de la pareja formada por Tucker y Brownstein para entrelazar sus guitarras de tal forma que no se eche en falta el bajo y una rara habilidad para colar melodía en la furia desatada es ya un valor al alza en esta ópera prima que graban nada menos que en Melbourne y que cosecha las suficientes buenas críticas como para que el proyecto se consolide y siga adelante.

Su siguiente paso, Call The Doctor (Chainsaw, 1996) da muestras ya del sonido que las va a caracterizar a lo largo de toda su carrera: voces enfurecidas pero bien templadas, actitud rotundamente urgente, guitarras afiladas y entrelazadas de forma que generen un muro infranqueable de sonido, estribillos bien condimentados y algunas canciones ya memorables: I Wanna Be Your Joey Ramone es ya una de esas marcas de fábrica que definen a un grupo por encima del resto, un alegato punk-rocker lleno a la par de angustia y girl power ("Quiero ser tu Thurston Moore, fotos mías en tu cuarto, invitarte tras el show, soy la reina del rock and roll"). Nada ya las puede parar.

La alianza con McFarlane llega a su fin y el difícil puesto de tercera en discordia en una alianza tan firme como es la de las dos cantantes-guitarristas-compositoras-ideólogas de la banda es al fin ocupado por la persona adecuada: Janet Weiss procede de Hollywood, es judía como Brownstein y tiene una reputación como integrante de bandas en la escena independiente de San Francisco, entre las que destaca Quasi (en la que continúa hasta nuestros días). Su llegada a Sleater Kinney completa al fin el círculo y la banda encuentra al fin su sonido definitivo con la contundente pegada de esta auténtica animal de los parches. Weiss es de esas baterías que reclaman para sí toda la atención y que exigen del resto de integrantes en una banda estar a la altura.

Por eso quizá Dig Me Out (Kill Rock Stars, 1997) es el trallazo que es. Con esa portada "prestada" de la de Kontroversy de The Kinks y una fuerte influencia de The Go-Betweens (Brownstein está  fuertemente obsesionada con su Liberty Belle And The Black Diamond Express), su contenido es una tormentosa batería de canciones como puños que juegan a construir melodías para luego destrozarlas y en términos generales, no dan lugar al respiro. Entre ellas, además de clásicos como Words & Guitar o Little Babies, destaca One More Hour, que funciona como certificado de defunción de la relación sentimental entre Carrie y Corin. Totalmente descarnado y sincero en su sencillez lírica ("en una hora más me habré ido, en una hora más abandonaré esta habitación"), es quizá el pico cualitativo de una colección prácticamente sin fisura que las eleva al fin a la primera fila del underground norteamericano. A partir de entonces comienzan a ser algo más que una atracción local y la prensa alternativa, tanto de su país como del extranjero, se hace, lento pero seguro, eco de sus logros.

Contrariamente a lo sucedido en otras bandas, la ruptura sentimental de dos de sus miembros, quizá por la adición de un tercer elemento que sirve de catalizador, no supone en absoluto un obstáculo para la creación artística y la historia sigue su camino, aunque éste no está exento de dificultades. La propia Tucker lo explicaba: "Es complicado ser profesional y creativo con alguien con quien acabas de romper. Y vivíamos juntas en un apartamento muy raro de una sola habitación. Era una locura".

No obstante, las tres juntas suenan como una apisonadora. Tanto en disco, como en unos directos que comienzan a ser su fuerte. Y las canciones siguen aflorando cada vez más certeras, tal como atestigua un lp tan sobresaliente como The Hot Rock (Kill Rock Stars, 1999), que entre otras cosas marca el cambio de John Goodmanson, productor de sus dos anteriores discos, al más manierista Roger Mountenot, conocido por ser el productor de Yo La Tengo y que aporta brillo a su sonido y un consecuente acercamiento al pop, sin que ello rebaje un ápice la contundencia de su empaque. Sleater Kinney firma aquí su primer clásico y lo hace por todo lo alto: esa barbaridad que es Start Toghether, obligatoria siempre en sus directos, sirve de puerta de entrada a su colección más inspirada hasta la fecha, que incluye clásicos rotundos como Get Up o A Quarter To Three, en los que apreciamos ya a una banda completamente reconocible, pletórica de personalidad y dispuesta a seguir creciendo.

Su disco más pop -con permiso del de este año, claro- llega en el nuevo milenio con All Hands On The Bad One (Kill Rock Stars, 2000). Vuelven con Goodmanson y registran una de esas catervas de potenciales hits que aparecen sólo de vez en cuando, capitaneadas por supuesto por ese alegato en contra del machismo en el mundo del rock que es You're No Rock And Roll Fun, lo más parecido a un single que jamás habían hecho y que incluso hizo que aparecieran en un vídeo en una actitud mucho más mainstream de lo habitual. ¿Venta? En absoluto: que las canciones tengan más pegada comercial no significa que decaigan en energía, rabia ni sobretodo, acidez. Las letras se tornan más irónicas que nunca, con un buen número de personajes representativos del contexto que les rodea y que sirven para desmenuzar aspectos como la misoginia, las críticas baratas, la industria musical, la incomprensión hacia la juventud o la doble moral, todo ello sazonado de fantásticas melodías que guardaban una especial querencia por el garaje de los sesenta y en las que encontramos al trío mucho más cómodo con sus voces. Y sí, digo trío porque es el primer disco en que cantan las tres. Y cómo cantan!

El disco y la subsiguiente gira sirven de preludio a tiempos convulsos. Corin tiene su primer hijo y poco después, las torres gemelas de Nueva York se vienen a bajo merced a unos atentados que hacen temblar los cimientos de nuestra adormecida sociedad del bienestar. Ellas necesitan gritar bien alto sobre estas y otras muchas circunstancias y paren su disco más político y quizá su obra maestra: aparecido en 2002, One Beat es la obra que definitivamente esculpe el sonido que las distingue, por el que serán recordadas. La furia se apodera de todo de nuevo. Una furia que sólo una mujer puede desprender. Toda la frustración de una nación herida de muerte se vierte en sus letras ("y el presidente se esconde mientras los trabajadores dan su vida/miro al cielo y pido que no llueva sobre mi familia esta noche") y el sonido hace acopio de energía, recuperando gran parte de la vena punk que habían perdido en sus anteriores discos, unida a todo el bagaje que habían esculpido en su sonido, pero con el añadido de una complejidad en estructuras y arreglos jamás vista, ni en ellas ni en nadie. Este es el disco que las imprime en la historia y que definitivamente las diferencia de todos. Son quizá la primera all girl band a la que absolutamente ningún machito puede toser, una banda colosal que hace discos monumentales y no hace prisioneros en directo. En este momento quizá sean la mejor banda de rock del mundo, le pese a quien le pese.

Y ese título viene refrendado, por supuesto, por un más que suculento contrato discográfico. La inmensa independiente Sup-Pop, que tanto hizo para generar el sonido North-West punk que acabaría convirtiéndose en el Grunge, les ofrece editar sus próximas referencias, merced al éxito cosechado por One Beat, que es coreado tanto por la crítica, como por el público, dado que logra un nada desdeñable puesto 107 en la lista Billboard de EEUU  y número 5 en las listas independientes. Les ofrecen libertad creativa y el productor que ellas elijan. Se deciden por un nombre muy en boga en la época: Dave Fridmann, miembro original de Mercury Rev hasta que dejó de girar con la banda para dedicarse a unas tareas de producción que le merecerían el título de "Phil Spector del alt-rock", merced a toda la sobrecarga opresiva, como si de un muro de sonido se tratara, que sabía imprimir a sus producciones.

Era una decisión valiente, determinante de una voluntad obvia de cambio, puesto que John Goodmanson, el productor con que Sleater-Kinney había colaborado en la mayoría de sus discos, destacaba precisamente por saber sacar de ellas lo mejor de su directo. Fridmann, sin embargo, se caracterizaba por añadir capas y capas que eran ajenas, o más bien externas, a la mera acción de una banda tocando. La banda graba con él en New York y, sin embargo, el resultado trata de capturar el sonido directo de la banda, aunque la aportación de Fridmann se nota en la potenciación de graves y un juego con la saturación, que genera que todo tenga ese halo axfisiante. La atmósfera de las canciones de The Woods, desde la poderosa apertura con The Fox, es opresiva, densa y amarga, como también lo son las letras, que hablan de temas tan "amables" como el suicidio en Jumpers, la pérdida de autenticidad en el rock en el single Entertain o esa ácida visión de la posición de la mujer en la sociedad y las relaciones sentimentales que guarda la engañosamente simple Modern Girl. El sonido es feroz, ruidista, saturado en muchos momentos, que quizá lleguen al extremo en los once minutos de Let's Call It Love, una epopeya tan intensa que casi deja sin respiración.

Durante 2006 se embarcan en una gira mundial realmente agotadora. Ahí es cuando este que escribe pudo verlas por primera vez, en un Primavera Sound que nunca olvidaré gracias a la epifanía que resultó ese concierto. Estaban en plena forma y desprendían una fuerza desde el escenario que jamás había visto. Eran las reinas absolutas, al menos de forma potencial y, sin embargo, algo falló: el desencanto se hizo dueño de la situación. Los más de diez años de intensa relación, de intensa música, de intentos de superarse a si mismas grabación tras grabación, concierto tras concierto, tuvieron su saldo en un adiós motivado oficialmente por cansancio y ganas de recuperar unas vidas privadas (Corin ya tenía un hijo y quería tener otro) que eran incompatibles con lo grande que se  había hecho el grupo. Así pues, quedábamos huérfanos, desolados. Sin ellas.

Durante los años que sucedieron a la separación de Sleater Kinney, sus integrantes no estuvieron paradas: Weiss siguió, como siempre, tocando con Quasi y en otros proyectos como Stephen Malkmus & The Jicks o con Wild Flag, que la volvió a unir a Carrie Brownstein, por cierto, la que más famosa se hizo del grupo tras la disolución, gracias, curiosamente, a motivos externos a la música: su faceta periodística, colaborando con diversos medios y sobre todo, su carrera como actriz y guionista - a pachas con el cómico Fred Armisen- en la famosa serie Portlandia, el terror de los hipsters.
Portlandia
quietas.

Corin es la que tuvo una vida más convencional, quizá, dedicándose a la familia que formó con el cineasta Lance Bangs, lo cual no le quitó tiempo para dar forma a la Corin Tucker Band y lanzar un par de más que decentes discos a principios de esta década. Y fue precisamente en casa de esta última, en una cena íntima entre ella, su marido, Fred Armisen y Carrie Brownstein donde surgió el tema, casi de broma: Corin comentó el efecto que podría tener que la banda se reuniera. Ella pensaba que reirían, pero tanto Armisen como su marido en seguida secundaron la moción. Las viejas amigas no podían creer del todo que fueran a hacerlo, pero el caso es que al poco tiempo, llamaron a Weiss y la dejaron perpleja con la noticia de que tenían intención de reflotar Sleater-Kinney. Ella, claro, se subió al barco. ¿Qué iban a hacer sin ella?


De hecho, Weiss fue la que obligó a las dos compositoras a encerrarse en una habitación y tocar ellas dos juntas, pulir ideas, antes de entrar al local con ella sentada a la batería. Las canciones fueron aflorando lentamente, fue como volver a aprenderlo todo, pero la comunicación entre ellas seguía estando ahí y el sonido volvió a ser el que era, ya con la inclusión de Janet. Tras dos años de labor, No Cities To Love (Sub Pop, 2015) estuvo listo. Grabado en secreto en San Francisco y producido, cómo no, por John Goodmanson, el álbum es todo lo que podría desear un fan de la banda. Toda la furia, la inteligencia, el entusiasmo, seguían estando ahí. Quizá la acidez y amargura que destilaban en sus discos clásicos se había tornado más en una visión madura y más sosegada de la sociedad, pero seguían siendo ellas mismas y se comunicaban a la perfección con su público, tal como demostraron en la gira mundial que sirvió para promocionar el disco y del que deja testigo su único disco en directo, el más que correcto Live In Paris (Sub Pop, 2017).

Obviamente, la gente quería más de Sleater Kinney, que con los años se han convertido en todo un símbolo del feminismo, más allá de unas meras leyendas del rock. Hay cierto halo de fanatismo entorno a su figura, cierta aura divina que no sé si termina de beneficiar a su posición como músicas. De todas formas, ellas siempre miran hacia delante con la honestidad del creador que no para de evolucionar. El siguiente paso, tras la complacencia para con su público que al fin y al cabo supuso No Cities To Love, debía ser radical, renovador y catárquico. O de lo contrario, no serían ellas.

La decisión de colaborar con una productora radicalmente diferente a todos los que habían llevado la batuta en sus anteriores trabajos partió, curiosamente, de Janet. Saint Vicent es mujer, una genia y una fan. Al fin y al cabo, su manera de tocar la guitarra debe mucho a la de Brownstein. Y su visión de la música es en cierto modo heredera de la del trío, aunque por supuesto ella ha viajado hacia horizontes  mucho más amplios, que la alejan de una concepción puramente rock de la música. Eso es precisamente lo que ellas querían para este trabajo. Y eso es precisamente lo que produjo el cataclismo.

The Center Won't Hold (Mom + Pop Music, 2019) es un disco todo lo diferente de sus trabajos anteriores que podía ser. Es lo que ellas han querido y es lo que Annie Clark, alias St. Vincent, su productora, la mujer en cuyas manos han abandonado unas canciones que han sido trabajadas telemáticamente, debido a la distancia que separaba físicamente a la banda, ha promocionado. Un viaje hacia el mundo de la no-distorsión, de la electrónica, de las atmósferas distantes de la rabia enfervorizante del formato de dos guitarras distorsionadas empujadas por una contundente batería. El resultado no es en absoluto malo, por supuesto. Tendrían ellas que proponérselo muy fuerte para hacer un disco malo. Pero definitivamente -y pese a que las críticas, en general, han sido positivas- ha levantado ampollas, porque uno tiene necesariamente que ponerse en la tesitura de que no está escuchando exactamente un disco de Sleater-Kinney.

Esto es otra cosa. Desde el primer momento te estalla en la cara la falta de pegada, de elementos que antes resultaban primordiales en un sonido que sin la furia resulta falto de fuelle, de entusiasmo. Y no es que las canciones fallen. Las hay tan buenas como siempre, incluso mejores. A algunas, como esa maravilla a piano y voz que sirve de despedida llamada Broken, quizá premonitoria de determinados acontecimientos, o ese arranque de deseo sexual que es Hurry On Home, que quizá sea la que mejor aúna el sonido anterior y el presente de la banda, les sienta fenomenal el cambio. Pero después nos encontramos con canciones tan carentes de enjundia como The Dog/The Body, tan monótonas como RUINS o directamente, tan frívolas como LOVE, de lo más facilón que han hecho jamás. No es un disco malo en absoluto, pero sí desigual. Y eso jamás había ocurrido.

Una de las cosas que más se echan en falta es ese sonido de banda, compacto y arrebatador, que empastaba tan bien la pegada de Janet Weiss. Hay tantos elementos artificiales, que el resultado se deshumaniza y la presencia de una batería real prácticamente deja de tener sentido. Todo eso debió pasar por la cabeza de la misma Weiss al escuchar el resultado definitivo del trabajo que habían urdido las tres con St. Vincent. Y por eso el 1 de julio de este año, amaneció con el siguiente comunicado de la californiana: "Después de una intensa deliberación y una tristeza aún mayor, he decidido abandonar definitivamente Sleater-Kinney. La banda se mueve en una nueva dirección y es hora de que yo siga mi camino".


Queda así, al menos en mi humilde opinión, la banda sin alma. Porque sí, porque no todo el mundo puede vanagloriarse de tener entre sus filas a John Bonham reencarnado dándole a los parches. Janet Weiss es una de esas fuerzas de la naturaleza que lo arrasa todo a su paso. Confiere carta de naturaleza, personalidad, a todo en lo que interviene y aporta, sobre todo, corazón. Ese corazón, lamentablemente, ya ha dejado de latir en gran medida en el nuevo disco y ya no volverá en el futuro, pues parece que la decisión es firme.

Las otras dos integrantes tiran adelante: el disco salía más o menos un mes después de la noticia y las cosas siguen su curso. Una extensa gira mundial dará comienzo en octubre y durará hasta marzo. Parece ser que ya tienen sustituta, o sustitutas. Y a buen seguro harán algo a la altura de las circunstancias. Pero no lo duden: no será lo mismo. Lamentablemente este es el fin de esta historia, al menos de la banda tal como la conocimos. No me gusta ser amargo, pero dudo que ni siquiera esta versión de Sleater-Kinney dure demasiado tiempo. En fin, veremos qué depara el futuro. Lo que sí es seguro es que su legado es, incluso contando este disco, de una trayectoria ascendente y una credibilidad que muy pocas veces ha tenido parangón en la historia del rock. Si admiten -una vez más- mi opinión, muy pocos se les igualan en este invento llamado rock. Si quieren una definición de eso que ahora tanto se cacarea del girl power, no hay más que verlas y escucharlas.

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