The Hackensaw Boys + Red Buffalo – Loco Club. Valencia, 17 – 1 – 13
Mucha gente y una hora temprana de inicio (las 21:30, lo que hizo que llegara, lo reconozco, desacostumbradamente tarde al primer concierto; no me importa admitirlo, sabiendo que la valoración que me produjo, por tanto, está limitada: es la segunda vez en toda mi vida que me retraso en un concierto) serían las impresiones iniciales externas de la actuación de ayer de los valencianos Red Buffalo y los norteamericanos The Hackensaw Boys.
La parte que vi del concierto de Red Buffalo me pareció mejor que la que ya pude divisar en su primer o segundo directo hace unos meses (en el mismo Loco Club donde tocaron ayer: creo, si no recuerdo mal, que en aquella ocasión se trataba del concurso para el Arenal Road). Si esa vez ya disponían de un directo potente, ahora ha adquirido, encima, mayor soltura, y tiene momentos, desde luego, portentosos. En ese estilo musical, más o menos rockero de influencias total y exclusivamente norteamericanas, así, se colocan como una de las mejores bandas que ha surgido en bastante tiempo en esta ciudad. De hecho, sólo puedo destacar dos puntos más o menos negativos: el primero es que, quizás, padezcan de un exceso de pose cool, que sí, quedará muy bien de cara a los ya convencidos y a los fans, pero que a mi, con más de treinta años, ya empieza a desinteresarme (alarmantemente, tal vez). La segunda no es tan grave de momento, y me imagino que la acabarán cubriendo y superando, pero la revelaré unas líneas más abajo, a propósito del segundo concierto de The Hackensaw Boys, que tenía, en parte, ese mismo problema (no el de la pose: ya parecían estar de vuelta de todas esas historias).
Los americanos pisaban por primera vez suelo valenciano (ya decían lo típico: ojalá volvamos, aquí el invierno es primavera comparado con nuestra Virginia...) y se encontraron con el público idóneo, aportados, en su mayor parte, por seguidores de Red Buffalo, gente con muchísimas de correrse una buena juerga. The Hackensaw Boys, ciertamente, es un septeto peculiar: si uno llevaba colgado una especie de tapacubos y piezas sobrantes de un coche destartalado como instrumento de percusión (el famoso charismo, ideado por el propio grupo), otro parece una especie de gnomo irlandés (de hecho, hubo diversos toques irlandeses en el country-rock que ofreció la banda) de mirada fija y penetrante (si no se le viera que era un buenazo a la legua, podría haber dado pavor y todo) y uno más parece recién salido de un congreso de la supremacía blanca de la América profunda, además de un par para los que parecía hecha la definición (vergonzosa, para mi gusto) de white trash.
Los chicos de Virginia idearon una primera parte musical demoledora, un non-stop que no respetaba ni a un banjo con una cuerda rota y cambiada en medio de la canción. Sería la banda que no dejaría de tocar mientras se hundiera el Titanic (el nuevo Titanic, quizás: la economía mundial), los encargados de gasolinera que repostan de manera huraña a la salida del bar, que se mueren de hastío, ya sea en Alabama, como la versión que tocaron, llena de armonías vocales, en lo mejor que sonó durante la noche, o en su Virginia natal, y que, en su viaje por paisajes olvidados, encuentran un instante de lucidez, el de despertarse una mañana lluviosa, y encontrarse con que se encuentran totalmente solos, y no gozan de la compañía de nadie (de la verdadera compañía, al menos) a su alrededor desde hace mucho, mucho tiempo. En ese momento, como siempre en el country, escriben su canción de melancolía, de daños interiores, de tiempos duros que nos alcanzan con la fuerza de un ciclón, de un Katrina, de una Katrina, sea cual sea su nombre, tras beberse los mares de alcohol que la rana de su garganta, sedienta, les ha exigido.
Desde luego, la gente, como decía, lo disfrutó (a pesar de que hasta los más entregados parecían extenuados y agotados al final, sobre todo por lo largo del concierto, aunque The Hackensaw Boys se guardaban un último as en la manga: tocar las últimas canciones de la noche confundidos entre el público, rodeados de las decenas de personas que había bajo el escenario: muchos se tuvieron que subir a éste para poder seguir viéndoles), y la única voz discordante entre el público (que hacían "yijas" como si estuvieran en un rodeo de Colorado, aunque la mejor definición la escuché de uno de ellos: "este folclore es que es internacional")) fue atenuada con un directo y salvaje golpe dialéctico, al mismo tiempo que una invitación: "no huyas, popero". Y ahí vamos al problema que tenían tanto Red Buffalo como The Hackensaw Boys (ambos grupos, por cierto, compartían una fila totalmente democrática, una línea recta en el centro del escenario, en la que nadie parecía destacar sobre el resto de sus compañeros, siempre modulados por una luz amarillenta, que permaneció inmóvil durante las casi dos horas y media que duraron ambos directos): las canciones, ni de unos ni de otros, te las llevas (todavía, al menos) a casa, como si puedes llevarte el mejor rock, o, sobre todo, el mejor country; no se quedan contigo, en tu mente, esperando el momento en que un lance, seguramente sentimental, las saque a flote, les retire su máscara sonrientemente feliz de noche de júbilo y farra. Yo sé que amo el género, que lo he disfrutado muchísimo durante años, y que ha sido fiel compañero en noches tenebrosas... o, simplemente, quizás, ahora mismo, soy solamente un popero que ve en ese espejo su verdadera cara, el Dorian Gray invertido que creyó ser más viejo en su adolescencia de lo que realmente es todavía. Pero anoche, al menos, no huí, y con espectáculos así, nunca lo haré.
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Red Buffalo
The Hackensaw Boys
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