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martes, diciembre 29, 2015

Adiós, cabronazo.

Ian "Lemmy" Killmister, uno de los personajes más icónicos del rock, deja este mundo víctima de un cáncer fulminante a los 70 años. 


Foto: Pep Bonet
Un sombrero vaquero, botas de piel de serpiente, un bajo Rickenbacker y un par de verrugas es todo lo que necesitaba el gran Lemmy para construir una de las figuras más representativas de la historia del rock. No necesitaba pintura, no necesitaba grandes artificios ni pirotecnia. Tan sólo subirse al escenario armado con su enorme bajo y arrimarse a ese micro que siempre estaba demasiado alto incluso para un tipo tan desgarbado como él. Cualquiera que, como yo, lo haya visto actuar en directo, sabe que el magnetismo que desprendía era algo fuera de lo común. Uno no podía apartar los ojos de él, ni los oídos de ese torbellino de ruido que extraía de su instrumento y de sus aguardentosas cuerdas vocales. Supuraba rock and roll y Jack Daniels por todos sus poros. Viéndole a él, veías la esencia...

Sólo hace dos días que los médicos le hicieron saber que padecía un cáncer en estado avanzado. Hoy su vida ha acabado y no es una broma: los anglosajones no celebran el día de los inocentes. Tanto su banda, en un comunicado oficial, como numerosas figuras del rock que se contaban entre sus amigos (Ozzy, Nikki Sixx, Gene Simmons...) han expresado su pesar por la pérdida de uno de esos seres humanos necesarios para hacer entender al mundo lo que significa el rock and roll way of life.

En su documental "Lemmy", de 2010, los directores Greg Olliver y Wes Orshoski le retrataron a la perfección: un tipo que pese a su dinero vivía completamente sólo en un complejo de apartamentos de mala muerte de Los Ángeles, rodeado de vídeo-juegos, discos de sus amados Beatles y una cantidad indecente de parafernalia nazi, que coleccionaba compulsivamente. Fumaba como un carretero, eventualmente consumía speed, bebía al menos una botella de Jack al día y cuando no estaba en casa o de gira, se tiraba las horas muertas en tugurios de mala muerte como el Rainbow de L.A. No había trampa ni cartón, Era el tipo más duro que uno podía cruzarse, el verdadero producto de toda una tradición que viaja desde Robert Johnson hasta Johnny Rotten, pasando por Elvis, Led Zeppelin o Joey Ramone. Rocker las 24 horas del día.

Primero con Hawkind (precursores del Stoner Rock, ahora tan de moda) y después con la verdadera obra de su vida, Motörhead, creo uno de los sonidos más personales e inmediatamente reconocibles que se hayan conocido en la música popular que va desde mediados del siglo XX a nuestros días. A su motorística banda la solían encasillar dentro del heavy metal, pero lo cierto es que poco tenía que ver con Metallica, Judas Priest o Iron Maiden. Lo suyo era más rock and roll de base, en la tradición de Chuck Berry o Little Richard, pero tocado a toda leche y con un volumen aterrador. Momentos memorables a borbotones, condensados sobre todo en tres discos maestros, que les dieron la fama: "Bomber" (1979), "Ace of Spades" (1980) y el directo "No sleep 'till Hammersmith" (1981) contienen lo mejor de su legado, que al igual que el de los Ramones (quizá el único grupo con el que se podrían realmente comparar) experimentó pocas variaciones a lo largo de su carrera. Canciones cortas, sonido turbo y a correr.

Su desaparición nos deja huérfanos. Y la verdad es que ya pocas guías de lo que originalmente fue la música del diablo nos quedan. A partir de ahora todo serán sucedáneos, segundas partes, sacarina. Lo auténtico pasó a mejor vida con gente como Lemmy, o como su viejo compinche, el batería Phil "Philthy animal" Taylor, que nos dejaba tan sólo mes y medio antes que él. Seguro que se encuentran en un infierno lleno de mujeres, drogas y máquinas de petaco.

Gracias por hacer todo esto mucho más divertido, Lemmy. Adiós, cabronazo.

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