Las razones por las que a un ser humano se le atribuyen
supuestas virtudes de alienígena pueden variar en función de su peculiar
ocupación, habilidades únicas o unanimidad de los que le rodean y al mismo
tiempo admiran. Que te llamen –o que te llames a ti mismo- extraterrestre no
es, teniendo en cuenta dichos factores, nada en absoluto peyorativo. Más bien,
un indicador diferencial, una marca de distinción, una etiqueta que llevar con
dignidad e incluso orgullo, hasta el punto de hacer de dicha condición una de
las razones de ser de tu existencia artística. Porque eres de carne y hueso,
claro, y no haces nada especialmente extraordinario ni hablas en lenguas
desconocidas en la tierra, siempre que algo tan prosaico como tocar la guitarra
se considere como algo dentro de la normalidad. Se ha oído tantas veces eso de
de que cualquiera puede hacerlo con un poco de práctica e interés que casi se
ha perdido la capacidad de sorpresa ante cualquiera que lo haga con una pericia
muy por encima del resto. Como tantas otras cosas, todo es cuestión de
perspectiva.
Asistir a ciertos conciertos conlleva una carga previa de
mentalización y expectativas. Es factor fundamental en ello el conocimiento de
la obra y objetivos de los protagonistas al enfrentarte a los primeros temas en
escena. Esperar de un directo de Steve
Vai algo nuevo a estas alturas no es algo que entrara en nuestros pensamientos, sustituidos por la tenue
excitación que supone ver a una estrella del rock duro, o heavy rock, o simplemente a un guitar
hero que se esforzó desde pequeño para serlo, y que no quería hacer otra
cosa en la música aparte de convertirse en eso mismo. Te sientas más o menos
cercano a sus presupuestos, la primera vez siempre es la más emocionante, para
bien o para mal, y los sentimientos encontrados ante lo que esperabas, lo que
te ofrecen y lo que te llevas consigo intentan nublar tu habitual equilibrado
entendimiento. Luchas por llegar a conclusiones parciales y antes de que te des
cuenta, sabes que esta es una de esas ocasiones plenamente disfrutables,
disfrutadas en esencia, pero que quedan lejos de ser irrepetibles y sobre las
que te asaltan las dudas sobre tu posible reincidencia. Estás allí, sí,
inundado solo por momentos de un potentísimo caudal de virtuosismo desalmado, y
te asombras hasta el exceso y no cejas en tu empeño de zambullirte en el trance
colectivo que te rodea, y no lo consigues, y piensas que encajas solo a medias
en un entorno que exige tanta concentración. Y mira que lo intentas.
Era de recibo concluir un Festival de la Guitarra con una auténtica estrella del instrumento,
en teoría el núcleo de un cartel que se adorna con otras de igual relumbrón en
un espectro mucho más amplio. Por eso la presencia de Vai, el marciano, se hacía para muchos esencialmente necesaria. Arropado
por un aura de infalibilidad y excusándose en la celebración del vigésimo
quinto aniversario de la grabación de un álbum básico en su discografía, ‘Passion and Warfare’, se presenta
envuelto en un capazo pseudogaláctico, gafas propias de rave barrial y fosforescencias en el mástil de una de sus preciadas
Ibanez, un diseño tan provocador
como inofensivo una vez desglosadas las primeras notas. La sucesión de escalas,
mezcladas casi sin solución de continuidad, la mezcla de efectos y la explosión
de exhbicionismo estallan para quedarse durante las próximas dos horas. La
compañía del multipremiado bajo de Philip
Bynoe y la elevada batería de Jeremy
Colson no es estrictamente necesaria ante el excesivo protagonismo de las
guitarras, casi una por tema, del galáctico dios que conmemora el cuarto de
siglo de su más preciada criatura discográfica.
Uno de los problemas del amigo
Steve, al que tampoco le preocupa demasiado, es el de no dar el espacio
suficiente a sus compañeros de disfrute, ni siquiera a la segunda guitarra de
otro músico de impresión llamado Dave Weiner
, el basar el noventa por ciento del
espectáculo en lo vertiginoso de sus dedos, en el exhibicionismo puro y
desbocado, en el egocentrismo de licra y empatía con los ya rendidos ante su
egregia figura. Los que aún no lo estábamos y seguramente no lo estaremos nunca
del todo nos basamos en otros elementos de juicio igualmente ponderables, como
la valía intrínseca de unas piezas potencialmente exitosas en sí mismas (‘For
the love of God’) ancladas en base sinfónica (‘Liberty’), plenas de ebullición
(‘The animal’), especiadas en su brevedad (‘Ballerina 12/24’), abiertas a otros
parajes igual de exigentes (‘Blue powder’) o más cercanas en pretensiones (‘Love
secrets’), para intentar desentrañar los misterios de tanta admiración. Lo
conseguimos solo a medias, pero es de bien agradecidos asegurar que una carrera
mantenida en la cumbre durante tantos años no es fruto de flor de un día, y que
el autodidactismo y la continua inspiración son la fuente del saber en cada una
de las disciplinas elegidas.
Del atrezzo audiovisual no se ha dicho nada, pero se resume
en pocos y elocuentes términos. En la pantalla se combinan imágenes de las que
no parece avergonzarse, cuando la estética imperante en los ochenta lo obligaba
a aparecer en todos los vídeos con la melena ondeante e impoluta, con sus
aventuras profesionales junto a Brian
May y su gran maestro e inspirador Frank
Zappa, para el que solo tiene palabras de alabanza y de cuya música
aseguraba no entender ni jota cuando ingresó en su equipo, así como el gran
momento de masturbación colectiva (a las cuerdas ya las soba sobradamente por
delante y por detrás, de seis en seis, lengüetazos de por medio incluidos) al
alternarse a los riffs con otros dos catedráticos en la materia, tan brutos y
fríos como él, que responden a los nombres de Joe Satriani y John Petrucci,
virtualmente presentes y pasándoselo igual de bien con sus cuidadas criaturas.
Lo de subir al escenario a dos de los más adelantados (por la posición)
seguidores de la noche para tontear verbalizando wah-wahs y melodías y divagar acerca de la supuesta fantasía común
de los allí presentes, que no era otra que la de tocar la guitarra con él
aunque solo sea por unos segundos, es otro adorno más, el accesorio postrero
con el que enarbolar la bandera de la autosatisfacción. La grandeza queda ahí,
reducida a la enjuta estampa de un cincuentenario que ha dedicado media vida a
aprender, educar, perfeccionar, practicar, inventar, profundizar y deleitar con
un instrumento a esa gran parte de los melómanos que confunden espectáculo con
alma y perfección con estilo. La música, en toda su magnificiencia e
inabarcables paisajes, es otra cosa. Pero de eso hablaremos otro día, señor
alienígena.
Texto: JJ Stone
Fotografías: Raisa McCartney
Más info:
http://www.guitarracordoba.org/
http://www.vai.com/
http://www.allmusic.com/artist/steve-vai-mn0000045475/discography
https://www.facebook.com/stevevai/
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