El Hijo – Electropura. Valencia, 27 – 10 – 12.
“Qué frío pasa el invierno”, fue una de las primeras frases que se oyeron ayer cuando El Hijo comenzó su concierto, guitarra en mano. Afuera, la tarde de sábado, ya mediado el otoño, empezaba a helarse, un anticipo de lo que está por venir en estos próximos meses. Dentro del Electropura, local afortunado del directo, en cambio, había un calor hogareño, provocado más que nada por el numeroso público (gran parte eran músicos conocidos de la capital valenciana) que hasta allí se había desplazado. Algunos, antes de entrar, ya llevábamos una garganta similar al papel de lija, y aquel cambio continuo de aires, sin lugar a dudas, traerá cola gripal estos días.
Antes de empezar el concierto, nos recibía una mujer flotante, paralizada, sobre la pared, la mujer protagonista de la portada del último disco de El Hijo, buceadora entre corales de paisajes cerebrales bajo reflejos subacuáticos. Cuando El Hijo se dirigió al improvisado y diminuto escenario del que dota Electropura a sus acústicos, la mujer empezó a moverse como una contumaz nadadora hasta que desapareció fantasmalmente de nuestra vista, dejando lugar a la música (luego aparecería brevemente en la proyección, reconvertida en una misteriosa Esther Williams). Era el inicio de algo que iba a permanecer en la memoria de los que allí estábamos durante mucho tiempo.
Abel Hernández, autor del proyecto de El Hijo, con ese aspecto físico (fisonomía) que, al mirarlo, crees que estás viendo a Stephen King dejando de lado sus veinte novelas de suspense al año y metido a cantautor., desplegaba historias no menos extrañas y terroríficas que las del denominado genio del horror (bueno...), por las que desfilaban personajes desaparecidos en bosques, con formas de animales y contornos difusos y confusos. Las canciones pedían (¿a gritos?) que se cerraran los ojos y que la vida fuera sueño, pero el hipnótico espectáculo audiovisual (lleno de buen gusto: que aprendan las horteras de Madonna o Beyoncé, para quienes nunca jamás menos será más), digno de grabar y fotografiar, conspiraba para impedirlo.
Tras una intensa introducción de tres canciones (la última de las cuales llegó a unos extremos de autodestrucción molecular tan demoledores que juro que Abel se puso a llorar interpretándola), El Hijo desgranó, paso a paso y por estricto orden de tracks, su último álbum, Los movimientos, pero al final aún reservaría un último epílogo ajeno a esta reciente obra maestra: quizás la canción más “humana” que sonó ayer (así, entre comillas: era simplemente la que tenía un protagonismo humano más explícito, nombres propios de personas incluidos), Quebradizo y transparente, incluida en su disco Madrileña, una pesadilla alucinatoria de cáncer y misticismo.
La voz de Abel, a veces escondida tras su pelo, que le cubría completamente la cara, surgía ciegamente con un leve pero profundo eco cavernoso, que colocaba sus palabras, sus tremendas hazañas en el mundo de la soledad, más allá de nosotros, junto a aquellas imágenes de una naturaleza física y espiritual que se proyectaban en la pared detrás de Abel, el cual se convertía en un intermediario entre la imagen, la música y nosotros, los receptores, como una presencia perdida, un pensamiento tan torturado y tendente a la depresión como iluminado. La atmósfera era tan densa y espesa (pero no agobiante: se podía respirar perfectamente, como aquellas películas de ciencia ficción que, para justificar que los actores actúen sin escafandra, transcurren en planetas con una atmósfera exactamente igual a la de la Tierra) que Abel se tenía que posar suavemente, de manera angelical, sobre los hombros de los oyentes del lugar, que perdían la posibilidad de verse en la tesitura de decidir si el concierto les gustaba o no: directamente era imposible no salir totalmente enamorado de aquella titánica nebulosa. Mientras la voz de El Hijo soltaba las letras de sus canciones, el eco, en definitiva, aislado y penetrante, nos repetía: “tranquilos, no estáis solos, no esta noche”.
No desdeñaremos tampoco el trabajo fundamental que desempeñó Jorge Pérez “Tórtel” en el sonido y en los coros, capaz de quebrar y de zajarse perfectamente de la ausencia del resto de la banda que suele conformar El Hijo (y que sí que habían estado en su totalidad en el concierto de la noche anterior en Castellón junto a Pleasant Dreams).
Hoy, domingo, en un día más frío que el de ayer, todavía estoy engullendo tamaña lección de poesía, transmitida desde la sencillez de la mítica del maestro, y recuerdo que, cuando volvía a casa anoche, después de la actuación, escuchaba en mi mp3 una canción que trataba sobre un poeta con su mano en la garganta, pero que está donde debe. Con El Hijo, ayer estaba donde debía.
El Hijo - Exteriorización del cuerpo astral
El Hijo - Petrificado
El Hijo - Stockhausen
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