30 años de luz que nunca se apaga

"The queen is dead" fue editado el 16 de junio de 1986. Cumple, por tanto, tres decenios de existencia la obra cumbre de The Smiths y una de los trabajos fundamentales para entender la música pop de cualquier época. 


Debía ser primavera. El año, seguramente 1989, porque estoy seguro de que yo tenía 14 ó 15 años. Volvía a casa en autobús, como era habitual. Yo viajaba de pie, próximo a la ventanilla y me hallaba a la mitad de mi trayecto cuando, sin saber cómo ni porqué, empecé a sentir un terrible escozor en los ojos, hasta llegar al punto de la ceguera. Igual que a mi le pasó a medio pasaje del bus, que procedió inmediatamente, yo incluido, a abandonar el mismo, deduciendo la mayoría de la gente, por los comentarios que escuchaba, que algún cretino había lanzado spray de pimienta o algún artículo de broma semejante. 

Desconcertado, viendo a medias y con un picor tremendo en los ojos, pues creo que fui el que recibí la peor ráfaga, volví a casa andando el resto del trayecto, nervioso y titubeante. Al llegar, caí en la cuenta de que todo el camino había llevado fuertemente agarrado un disco que me habían dejado en el colegio. De los nervios, lo había asido con demasiado ímpetu y la portada se había deformado un poco. Era lo que faltaba. Lo puse inmediatamente en el plato para ver si el vinilo se había estropeado también, lo cual significaría que tendría que comprarle un lp nuevo al compañero de clase que me lo prestó. Para mi tranquilidad, el disco sonaba perfectamente. Y lo que sonaba era una voz de mujer cantando algo parecido a una canción tradicional y tras ello un fuerte redoble que introducía una melodía instrumental oscura, poderosa y violenta, que abrigaba aquella voz, que bramaba: "we can go for a walk where is quiet and dry, and talk about precious things".

El disco, lo han adivinado, era "The queen is dead", la obra cumbre de The Smiths, una de las formaciones más brillantes que ha dado la historia del pop, inglés o de cualquier otro país. Un disco al que había seguido la pista largo tiempo hasta que aquél día del incidente del bus, conseguí que alguien me lo prestara. En mi colegio, había un sitio en el patio que llamábamos "el castillo", una especie de escalera amurallada de acceso a la capilla, en que antes de entrar a clase por las mañanas se juntaba la peña más guay a charlar e incluso intentar fumar algún pitillo sin que nos vieran. Entre ellos, había un chaval de cuyo nombre no consigo acordarme, que llevaba siempre una camiseta con un soldado americano de la guerra de Vietnam y el nombre de la banda de Manchester bien grande en letras verdes. Siempre pensaba, cuando lo veía, que seguir a esa banda tenía que ser "algo", tenía que ser especial. No sé lo que tenía aquella estética tan nouvelle vague, pero me atraía poderosamente. 


Tras disfrutar una buena temporada del vinilo de mi compañero, al final se lo devolví, no sin antes realizar el conveniente registro, en la cadena de mi hermano, que sonaba mejor que la de casa, en cassette. Esa cinta de 60 dio tantas vueltas en mi "loro" que aún no entiendo cómo no terminó reducida a cenizas. Durante todo el verano, escuché una y otra vez su contenido, maravillándome cada vez más con lo que me transmitía y lo que se llegaba a apoderar de mí. 

Posteriormente, claro, llegaría el resto de discografía del grupo, pero este trabajo es especial. Y no lo digo porque sea el primero que escuché y me marcara (que también), es que, habiendo, como he oído, hasta la saciedad, absolutamente todo lo que hicieron (no es mucho, escasas 60 canciones), creo que está en lo más alto de una obra prácticamente perfecta. Es el pico, la cima de cuatro discos de material original, diversos recopilatorios, un directo y dieciséis singles, sin fisura ni parangón en ningún otro grupo o artista de su época. Un disco que es un mundo en si mismo, tiene un universo propio. En ningún otro sitio encontrarás frases como "a veces me siento más realizado, haciendo tarjetas de navidad para los enfermos mentales". En ninguno.

Y no es que el disco naciera precisamente en un ambiente favorable y un clima de buen rollo. Las cosas no podrían estar más tensas; el grupo andaba a la gresca con su discográfica, Rough Trade y su capitoste, Geoff Travis, en una revisión de contrato que acabaría como el rosario de la aurora; su bajista, Andy Rourke, fue expulsado de la banda a causa de una afición desmedida a sustancias prohibidas que le impedía dar pie con bola en los conciertos (afortunadamente, regresaría al poco tiempo) y Johnny Marr, el guitarrista, compositor, arreglista y productor del grupo, se había ido convirtiendo en un fanático del control, un solitario que prácticamente no se relacionaba con sus compañeros de grupo y bebía demasiado.

Junto a esto, la gestación de este trabajo se producía en época convulsa para Inglaterra: el tatcherismo se hallaba en el punto álgido y la clase obrera del país se hallaba constantemente amenazada, elevando protestas (aquel famoso "red wedge") que no llegaban nunca a buen puerto. Por ello, el disco iba a llamarse "Margaret on the guillotine", pero en Rough Trade consideraron demasiado peligroso cargar contra la dama de hierro y la cosa quedó simplemente en alegato anti-monárquico.

Todo ello inspiró a Morrissey y Marr las melodías más acertadas de todas las que habían construido juntos desde aquella tarde que en su primer encuentro en la habitación del primero compusieran "Suffer little children", la primera de todas las que nacieron de una de las colaboraciones más fantásticas que haya tenido el pop desde Lennon-McCartney. Esas nuevas canciones conformaron un proyecto de disco en el que la implicación de Marr rebasó el nivel de la obsesión. El guitarrista, se preocupó de cada pequeño arreglo, cada detalle, construyó, junto a sus compañeros, un muro de sonido que lograría trascender el tiempo (al contrario que la mayoría de discos de los 80) y seguir sonando bien hoy, día en que se cumplen 30 años de su edición. Llegó a agotarse tanto, que según cuenta él mismo, al acabar pasó días enteros sentado en su habitación mirando al infinito y fumando con una profunda sensación de vacío.

Todo ello terminó minando la fiel alianza del cantante y el guitarrista y la camaradería de la banda, pero mereció la pena. Desde ese comienzo de redoble de batería que introducía el tour de force de post-punk psicodélico que era la canción titular, el disco alumbraba un portento tras otro: el pop bubblegum de "Frankly Mr. Shankly" (inspirada en "Yesterday man" de Chris Andrews); la balada rompecorazones definitiva, "I know it's over"; la oscura pero rematadamente veraniega "Cementery gates"; el single que sirvió de introducción del disco con ese alarde de perfección pop que es "The boy with the thorn in his side"; el rockabilly vacilón  de "Vicar in a tutu"; la desesperación brill building de "I had no one ever"; el desenfreno guitarrero del segundo single del disco "Bigmouth strikes again" (Marr la consideraba su "Jumping Jack Flash") o la melodía arrebatadoramente circular de "Some girls are bigger than others".

Y no, no estoy olvidando una: párrafo aparte merece la canción por la que, si es que hay que elegir sólo una, será recordada la banda: "There is a light that never goes out" es una de esas canciones tan perfectas que parecen creadas por un ente divino. Una melodía brillante, abrigada por una producción cristalina, todo preparado para que atrape y no te suelte. El romanticismo exacerbado de Morrissey alcanza su máxima expresión en versos como el famoso "y si un autobús de dos pisos nos atropella, morir a tu lado es una celestial manera de morir". La canción de amor moderno más imitada, más llorada y más besada, que extrañamente no sería single por negativa de Marr, que prefería la guitarrera "Bighmouth".

Sumamente difícil transmitir en palabras la dimensión histórica de un disco que ha influido a todo el mundo que llegó después, que definió lo que hoy, para mal o para bien, se conoce como indie pop y sobre todo, supuso la versión definitiva de una forma de ver el mundo, la inglesa y la particular de una banda que lo tenía todo en ese momento. Porque, pese a que muchos seguidores y el mismo tándem de líderes-compositores del grupo se empeñen en lo contrario, el sonido apabullante de este disco es resultado de un esfuerzo conjunto de sus cuatro componentes. Sin las potentes baterías de Mike Joyce y los líricos bajos de Andy Rourke, nada seria igual. Ellos eran el corazón del torbellino sónico que escuchamos aquí

Y casi imposible, desde luego, comunicaros lo que significan para mí las diez obras maestras que configuran este lp. Me han acompañado toda la vida y nunca dejaran de hacerlo. Sin ir más lejos, hoy he escuchado dos veces más el disco. Me ha dejado extasiado, como siempre lo hace. Lo que me pasa con éste no me pasa con casi ningún otro disco, jamás me canso de escucharlo. Reproduce en mi un estado de ánimo que necesito sentir periódicamente. Es como una medicina, un bálsamo.

Y volveré a escucharlo este verano, junto a mi amigo David Más, en una terraza, con un altavoz destartalado. Y volveremos a recordar lo que siempre recordamos y justo cuando nuestros  cuerpos estén a punto de decir "basta" a tanta cerveza, derramaremos disimuladamente cada uno un lagrimón cuando suene "I know it's over".

Ya lo decía Mozzer en "Rubber ring", una cara B del single de "The boy with the thorn in his side": "No olvides las canciones que te hicieron llorar , ni aquellas que te salvaron la vida, Sí, ahora eres más viejo y eres un astuto cabrón, pero ellas fueron las únicas que siempre permanecieron junto a ti". Así era, así es y así será. 


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