Josh Rouse – Sala Matisse. Valencia, 15 – 12 – 2012
“Un storyteller en español... ¡mala idea!”, dijo, aunque era el tercero que hacía durante el último mes (previamente había girado por Madrid y Barcelona), al poco de empezar su actuación Josh Rouse mientras buscaba las palabras castellanas que tradujeran sus pensamientos en otra lengua. Aunque su único compañero sobre el escenario, Xema Fuertes (un todoterreno multi-instrumentista, que ha tocado con Alondra Bentley – no por casualidad, en el último disco de ésta ha metido mucho más que mano Rouse-, Refree o Julio Bustamante), lo intentaba, fue alguno del numeroso (y altísimo, hay que decir: y todos esos humanos alargados, pero todos, se pusieron en la primera fila) público quien más le ayudó a encontrar ciertas palabras.
Un storyteller es, poco más o menos, un concierto íntimo y acústico, en el que cada una de las canciones va introducida por un pequeño parlamento del autor, en el que se tratan temas como el significado de la letra, de dónde surgió,... Vamos, como los audiocomentarios de un dvd, para los cinéfilos. El problema principal de los storyteller es, pues, las continuas interrupciones que pueden dificultar coger el ritmo de la música. Claro, no todos los músicos son iguales, ni les gusta narrar anécdotas de la misma forma: Josh Rouse, en esta ocasión, se mostró bastante comedido, puede que por no dominar completamente (aunque ha mejorado mucho en su pronunciación desde la última vez que lo vi en directo) la lengua obligatoria de la noche, ciertamente desinteresado en dar explicaciones (que, en alguna ocasión, hasta se le olvidaron, o recurrió al típico “no todas las canciones tienen historias detrás”, algo que declinamos creer), dejando hablar a sus letras (de hecho, prácticamente todas sus canciones cuentan historias más o menos ajenas, siempre reinterpretadas por la mente del compositor, sin olvidarse de comunicar poderosos estados emocionales), quedándose en lo más superficial de la inspiración de sus canciones y ocultando, seguro, no pocas cosas para su esfera privada (en otras, eso sí, se pasó de sincero, como cuando declaró que había copiado en una de sus canciones, durante un momento de escasa inspiración, el loop de un desconocido músico africano, el cual seguramente, afirmaba Rouse, lo habría grabado en su casa y en un cuatro pistas, como mucho). Quizás por eso, el ritmo no se vio afectado esta vez, a cambio de limitar esa profundización, que, ahora que lo pienso, tampoco era tan necesaria, siendo su música tan sencilla, que no simple, en la, digna de elogio, expresión de sentimientos: bajistas que tocan en una calle de Hollywood, presos brasileños que sueñan con la libertad, pensamientos sobre el futuro y el pasado mientras cava en la arena de la playa, añoranza de la ciudad abandonada, y sexo, sobre todo, mucho sexo, se entrecruzan con la fidelidad del cantautor en el que Josh Rouse se ha acabado convirtiendo a la larga, poco a poco, tras una decena de estupendos discos en catorce años.
Si alguna vez un psicólogo les ha dicho que se relajen visualizando un barco o algo parecido, que surca tranquilamente el mar de las venas de su interior, pueden mandarle, con toda tranquilidad, a fer la mar (expresión muy valenciana que me viene al pelo) y probar al Josh Rouse más calmado. Si alguna vez un médico les ha dicho que se desestresen, que se diviertan y que hagan deporte, y no han sabido qué hacer a continuación, ahí tienen al Rouse más animado y vitalista. El caso es que el cantante norteamericano, con su aspecto despeinado y algo desmañado, transplantado como si fuera un limonero a la cuenca mediterránea, será siempre una receta infalible contra el gris de la vida más apagada, la solución a ciertos males del espíritu dañado. Y es que, si bien es verdad que el de Nebraska no hizo un concierto precisamente arriesgado y se limitó a tirar del carro de sus grandes éxitos, eso nos permitió comprobar, por si no tuviéramos consciencia previa de ello, que la música de Rouse se ha metido en nuestra vida con un buen número de canciones inolvidables, de esas que cualquiera sabe deletrear desde el momento en que se inician: es imposible no saber por dónde van los tiros cuando suenan “Directions”, “Dressed Up Like Nebraska”, “Winter In The Hamptons”, “Hollywood Bass Player”, “I Will Live On Islands”, “Sweetie”, “Love Vibration”, “Movin' On”, la omnipresente y siempre esperada “Quiet Town” (que fue recibida entre vítores mientras Rouse confesaba que ni siquiera se le había ocurrido a él, sino a un colaborador habitual cuando Josh le dijo que quería hacer una canción similar al “Everybody's Talkin'” que compuso Fred Neil y popularizó Harry Nilsson) o, estaba claro que sonaría, “Valencia”, de la que algún capullo entre el público, no demasiado interesado en atender al músico en el escenario de la Sala Matisse (ahora es cuando me pregunto quién puede tener las ganas de gastarse casi veinte euros en una entrada para un concierto al que no quiere asisitir), se mofó por sus toques exóticos y supuestamente algo ridículos para los valencianos (en la letra se nombran, sin interrupción, las paellas, las falleras, el bus y la céntrica y larga calle Jesús) sin reparar, sin querer reparar, más bien, en lo que ello dice de la mirada límpida del autor (que reconoció estar enamorado de la energía del último minuto de la canción) hacia el mundo que le rodea. Como siempre en los ojos, la voz y las manos de Josh Rouse, ese músico convencido de tener el mejor trabajo del mundo: viajar y tocar música a la gente.
Más info:
Josh Rouse - "Hollywood Bass Player
Josh Rouse - "I Will Live On Islands"
Josh Rouse- "Directions"
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