Inevitablemente, esto de los aniversarios se nos está yendo de las manos. No porque represente sobredimensionar la importancia de las obras cuyas efemérides celebramos, sino más bien porque cuando uno cae en la cuenta de que un mismo 2 de mayo de hace 30 años en el mismo paÃs se editaron dos barbaridades como el magistral debut de The Stone Roses, cabezas visibles del Manchester Sound y sucesores indiscutibles de The Smiths en el reinado del indie, asà como la obra maestra de The Cure, la banda gótica por excelencia, que sacó rédito de todos sus excesos en un disco monumental, es difÃcil no descorazonarse ante la gran nostalgia de tiempos pasados que ello despierta.
Está claro, el rock fue una moda juvenil que adquirió con los años la fuerza necesaria para llamarse manifestación cultural. Pero ninguna corriente artÃstica está exenta de fecha de caducidad. Llegados los estertores de la década de los años 80 del siglo pasado, parecÃa que el rock habÃa dado todo de sÃ. El empacho causado por los discos de ventas multimillonarias y una suavización de planteamientos cada vez más acentuada parecÃa traer el fin de años de aventura sónica que significaban riesgo y poner en cuestión todo planteamiento establecido de antemano.
Sólo algunos eran capaces de mantener prietas las filas y alumbrar obras de calado que significaran un avance con respecto a lo que ya habÃa sucedido. Hablamos ya por aquà de Doolittle, de The Pixies, y de cómo significó, en el mismo año del que hablamos, una de las últimas vueltas de tuerca a un rock ya caduco y carente de evolución clara. En similares coordenadas podrÃamos emplazar a las dos obras que nos ocupan, que si bien no cabrÃa calificar de tan revolucionarias, sà que supusieron un magnÃfico punto álgido del respectivo sonido que cada una representaba.
Empezaremos por los más veteranos: como toda obra siniestra que se precie, Disintegration nace de una depresión. El lÃder de The Cure, Robert Smith atravesaba una de sus etapas de mayor inseguridad creativa y personal. La cercanÃa de los 30, el sentimiento de que aún no habÃa facturado una obra de enjundia, el progresivo distanciamiento con su compañeros de banda (especialmente Lol Tolhurst, su amigo de la infancia y co-fundador del grupo, que acabarÃa expulsado por alcohólico) y la subsiguiente afición a las drogas que causó estragos en su personalidad, acabaron minando de tal manera su capacidad de relacionarse, que él mismo se metió en una concha y decidió trasladar su sufrimiento a un disco.
El octavo trabajo de The Cure iba a ser, por tanto, justo lo contrario de lo que esperaba su discográfica, que cuando escuchó el resultado de las sesiones de grabación lo tachó de suicidio comercial. El cantante compuso las letras y junto al resto de la banda, o al menos asà figura en los créditos, generaron una música que suponÃa un regreso a los planteamientos rematadamente oscuros de discos como Faith (1981) o Pornography (1982) y un alejamiento premeditado de la efervescencia pop de discos como Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me (1987) que les habÃan catapultado al estrellato.
Retrocediendo al momento de su edición, recuerdo perfectamente comprar el disco con el dinero que me dieron por mi 15 cumpleaños en unos grandes almacenes. El impacto que me causó la primera escucha al llegar a casa fue sencillamente APLASTANTE. Nunca jamás en mi corta vida habÃa escuchado algo tan denso, lleno de amargura y sin embargo, bonito, hecho disco. ConstituÃa, en su versión vinilo (en cd y cassette contaba con dos temas más), los 61 minutos más absorbentes, hipnóticos y espesos de la historia del rock. Uno se veÃa desarmado, incapaz de reaccionar ante ese sonido pesado, saturado de graves y de efectos de guitarra sobre el que un Robert Smith totalmente embebido de sà mismo desplegaba con voz quebradiza sus plegarias a la lluvia, canciones de amor, nanas y en general, cantos a una desintegración que no lo era tanto de pareja o de banda, como se quiso dar a entender en su momento, como de evaporación del ser humano que llevaba dentro.
Su propósito era hacer la obra maestra que tantos otros habÃan hecho antes de los 30 y vaya si lo consiguió. Es un disco monumental, que además, pese a los vaticinios de su discográfica, les embarcó en el más rutilante de los megaestrellatos, merced a la emisión hasta el paroxismo por parte de la MTV de unos vÃdeos cuidadosamente planificados, como el caso de Lullaby, dirigido por Tim Pope, que contribuyeron a desplegar la histeria colectiva por la imagen gótica del grupo y sus canciones de desamor y desgracia, que siempre son tan del agrado de los adolescentes. Supieron conectar con el público como nunca y artÃsticamente alcanzaron su punto álgido. Lejos de desintegrarse, la banda se coronó como el icono eterno que sigue siendo.
Paralelamente a todo esto, el mismo dÃa que Disintegration y en el mismo paÃs de origen, pero algo más al norte, veÃa la luz el esperado debut de una banda que ya estaba en boca de todos. Todo el mundo parecÃa saber ya que los mancunianos Stone Roses estaban llamados a ser sucesores de sus conciudadanos The Smiths, que habÃan dejado con su separación un hueco difÃcil de llenar en el mundo de la música indie, para el cual estos chavales con su imagen cuidada, sus portadas psicodélicas y su música entre el house y el pop de los sesenta, parecÃan hechos a medida.
Efectivamente, la banda, con su fichaje por la independiente Silvertone, habÃa hecho ya el suficiente ruido con dos singles, Elephan Stone y Made Of Stone, repletos de melodÃas ácidas que suponÃan un refrescante nuevo aire para el pop británico, tan pendiente siempre de buscar un nuevo hype con el que alimentar su prensa. La llegada del álbum fue esperada con ansia por parte del público más underground, pero poco a poco el The Stone Roses logró conquistar las listas de éxito y convirtió al grupo en icono y puerta de entrada para todo lo que estaba por venir y que acabarÃamos denominando como britpop.
No era para menos, recuerdo que cuando cayó en mis manos, en una Valencia que empezaba desvincularse del dictado de las discotecas de la ruta del bakalao, me preguntaba cómo era posible que algo tan rematadamente bueno, tan perfecto, tuviera lugar en mi tiempo. De principio a fin, el debut de los Stone Roses, prometÃa un mundo de colores psicodélicos, parecidos a los de su portada, que traÃan a mente lo mejor del swingin' London, pero resultaban novedosos en su capacidad de introducir la música de baile en la ecuación. El listado de canciones suponÃa diana tras diana, dando forma a un conjunto apabullantemente bello. De hecho, nunca jamás lograron superar este listón. Second Coming, su tardÃo sucesor y último álbum de la banda, fue una decepción en toda regla.
Algo asà les pasó también a The Cure, que pese al éxito tanto de crÃtica y público que cosecharon con Wish (1991) no lograron igualar el impacto cultural (que no de ventas) causado con una obra tan descomunal como Disintegration. Y es que tanto éste como The Stone Roses, si bien no rubrican un impacto tan explosivo y rompedor como otros discos coetáneos (véase Doolittle, It Takes A Nation Of Millions To Hold Us Back, o Daydream Nation), sà que supieron colocar el listón más alto conocido en dos ámbitos, el del pop independiente tÃpicamente inglés o británico y el del rock gótico, que jamás serÃan capaces de emular aciertos semejantes.
Además, ambos se inscriben como pocos en el imaginario sentimental de toda una generación, la de todos aquellos que crecimos durante los ochenta y cuya pubertad fue coincidente en el tiempo con obras de este calibre, que parecÃan hablar directamente de nosotros y nuestros problemas. A ese respecto, da la impresión de que hoy en dÃa es difÃcil encontrar nada semejante. Pero igual me estoy poniendo demasiado abuelo cebolleta, vaya usted a saber...
Escucha:
Disintegration
The Stone Roses
0 Comentarios
¡Comparte tu opinión!
Esperamos tu comentario